LA LEYENDA DE LA LUCIÉRNAGA
- Andrea H. Lara
- 11 sept 2018
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 17 sept 2018
Hace muchos años, en un planeta místico y mágico, olvidado ya por los humanos modernos, existía un lugar con tierra tan fértil que se podía cosechar una gran variedad de semillas y ver crecer árboles fuertes y frondosos que brindaban de sombra, frutos y madera a los habitantes; en la costa se encontraba un profundo mar cristalino que se iba adentrando por el lugar hasta encontrarse con un río que abastecía de agua a los seres vivos; los días eran soleados, brindando la energía necesaria para que cada persona realizara una importante labor que se le había asignado; por las noches, tenían como punto de reunión un hermoso lago en el que todos se agrupaban para festejar la dicha de la vida. Sin embargo, con el paso del tiempo toda la paz y armonía se comenzó a deteriorar, terminando por cambiar a los habitantes, quienes se alejaban de las costumbres, haciendo a los celos y envidia evidentes, creando conflictos entre ellos mismos, en los que la soberbia y orgullo fueron los vencedores. Al final, aquel lago se fue quedando vacío. La luna, enojada ante tanto egoísmo de los humanos, decidió castigarles y no mostrar compasión mientras ella custodiara el cielo, por lo que hizo de las noches en aquel lugar las más oscuras y frías, escondiendo su luz detrás de las nubes, ocasionando que las personas se volvieran temerosas por no tener ni un destello y sin poder descansar al no soportar aquellas temperaturas tan bajas. Así pasaron los días, semanas, meses y años, dejando solo en los que tienen mejor memoria rastro de lo que alguna vez fue aquel lugar. Cansado de ver a sus abuelos sufrir de frío y añorar lo que un día tuvieron, un joven, amable y bondadoso, decidió armarse de valor e ir a hablar con la Luna para poder disculparse con ella y lograr que les regalara un poco de luz que iluminara el bosque. El joven, osado y con esperanza, acudió al que alguna vez fue el punto de reunión, hizo una fogata en honor a la luna, se sentó y comenzó a hablar. Espero y espero, pero no hubo respuesta.
Al siguiente día volvió aún más optimista e hizo el mismo ritual, tampoco hubo respuesta.
Cada día él regresaba con mayor alegría, pues disfrutaba imaginar cómo se vería cuando, por fin, la Luna volviera a iluminar el cielo y le contestara. Después de mucho tiempo, la Luna, curiosa, se asomó un poco y empezó a hablar con él, quien al verla no pudo contener el llanto ante toda su hermosura. La contempló un momento, se arrodilló y le ofreció la más sincera disculpa, la cual gustosa aceptó. Él, tan feliz y aún con lágrimas en los ojos, se puso de pie y con la mayor valentía le pidió que, por favor, nunca dejara de iluminarlos, que haría y daría todo para que jamás se escondiera. La Luna meditó un tiempo su propuesta y aceptó, pero, a cambio, tenía que regalarle a ella su brillo que tenía. El joven sin entender a qué brillo se refería quedó pasmado, por lo que ella le explicó que con su perseverancia y amabilidad era tan luminoso como una estrella. Sin dudarlo ni un segundo, aceptó, con una sonrisa en el rostro el continuo con su decisión a pesar de la advertencia de que el hacerlo sería un sacrificio. Con tranquilidad, el joven se acercó a la fogata y dejó que el calor lo consumiera, sintiendo que por un momento era abrazado por el fuego de un millón de estrellas.
La Luna, enorgullecida por el acto decidió rescatarlo y transformarlo en un precioso animal al que renombró como Luciérnaga, quien por las noches iluminaría la oscuridad con su cuerpo, su luz y canto serían las linternas para todos aquellos que estuvieran perdidos, encontrando no solo su camino, sino, un símbolo de esperanza.

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